Lluvia en el Corazón
Tenía
lluvia en el corazón. Venía arreciando desde hacía mucho tiempo. Todas esas
gotas acumuladas, ensordecedoras. Un rugido de aguas turbulentas en sus oídos.
Como de cosas muertas y pesadas, tal vez recuerdos punzantes y añorados, tal vez sentimientos
perseguidos y nunca alcanzados. Tal vez, pedazos perdidos de sí misma, dejados
resbalar, desplomándose pesadamente en la crecida. Plop. Plop. Se hundían, se
hundía en sí misma. Se ahogaban, eternamente ahogada, en toda esa lluvia fría y
grisácea. Caminaba, y dejaba rastros de agua, siempre, dondequiera que fuera,
llevaba consigo huellas de lluvia filtrada y el patético chapaleo del aguacero
que le llovía desde el alma. Se movía con el cuerpo abotagado, lento,
abarrotado de agua, tropezando constantemente y mirando hacia su propio
interior, pues era incapaz de ver nada a través de todo ese torrente de gotas
pertinaces y pesadas. Inundada por dentro, jamás fue capaz de ver el resplandor
del Sol que brillaba en el cielo. Tan sólo deseaba que toda esa lluvia se
transformase en océano, y que éste arrastrase el peso muerto de su cuerpo hasta
la ansiada arena de alguna playa secreta y sosegada. Y que las olas la expulsasen
de su seno, y ella diese con sus húmedos huesos en la sequedad reconfortante de
la costa oreada.
Un
día, se cruzó con el gato de pelaje negro y mirada de tuerto, y éste le contó
su historia. El gato vivía en una hermosa casa con grandes ventanas, rodeada
por un jardín exuberante y florido. Sus dueños nunca le permitían pisar el exterior,
por lo que solía pasarse el día mirando desde el interior de la silenciosa casa,
a través de los ventanales, hacia el verdor primoroso del jardín, hacia el
límpido cielo añil, hacia las avecillas que revoloteaban juguetonas entre las
ramas del cerezo. Un día, un gorrión vino a posarse al otro lado del alféizar y
lo miró con su cabecilla inquieta. Entonces, el gato se dijo con desconocido anhelo:
"Vaya, así que hay vida ahí fuera". Se observó brevemente las zarpas
suaves y bellas, incongruentes e inutilizadas. Y bostezó, hastiado, y el
gorrión huyó asustado. Se estiró con desgana frente a la ventana y se sumió en
un profundo sueño. Al fin y al cabo, aunque hubiera vida ahí fuera, el gato de
pelaje negro y mirada de tuerto no sabía cómo alcanzarla.
Es por
eso que, cuando aquella muchacha colmada de lluvia cruzó frente a su ventana, le
contó su historia, y le rogó que abriera la ventana. Sin embargo, ella no podía
escuchar nada a través del rugido de toda su lluvia, y apenas si era capaz de
ver nada. Así y todo, al palpar la ventana, sintió el impulso imperioso de
abrirla y dejar que toda su lluvia se colara en aquel reducto injustamente seco
y en calma. Así pues, rompió los cristales a pedradas, y el gato de pelaje
negro y mirada de tuerto escapó cautelosamente al exterior, respirando el aroma
del viento impetuoso que le alborotaba el pelaje y le llenaba los ojos de
arena, polvo y hojarasca. Se estremeció de frío. Se estremeció de miedo. Se
estremeció de soledad. Mirando por el rabillo del ojo su cálido y apacible
refugio, se despidió de él con un leve maullido, y siguió a la joven inundada
de lluvia. El gato había descubierto a través
de todas aquellas gotas un universo entero de refulgentes astros y galaxias,
opacado y apocado bajo aquel aguacero incesante de agua que corroía a la muchacha. El gato de pelaje negro y
mirada de tuerto fue capaz de ver su insurrecto anhelo de libertad, y quiso
seguirla y liberarla.
Sin
embargo, ella no veía nada. No oía nada, y, ahogada en su lluvia perenne, jamás
se percató de aquel gato negro y tuerto que seguía sus huellas y lamía el agua
que de ella se filtraba. La joven caminaba y caminaba sin hallar lo que buscaba.
Y, con la mirada emborronada y los oídos anegados en agua, proseguía su avance sin
destinos ni paradas.
Hasta que mucho tiempo después, sin motivo aparente, detuvo el penoso
avance de sus pisadas abotagadas. Giró su rostro y miró a su espalda. Sus iris
desvaídos se desvivían por percibir a través de toda aquella lluvia, se
desesperaban por ver tras aquel telón aguado que empañaba sus ojos pardos, por
ver algo, una pequeña sombra oscura, quizás, que seguía todos sus pasos. Mas no la encontró. Ella no lo
sabía, pero, tiempo atrás, el cuerpo exánime del gato de pelaje negro y mirada
de tuerto había dado su último estertor, ahogado al tratar de lamer toda aquella
lluvia perniciosa que de ella se filtraba. Ella no lo sabía, no sabía nada, pero aun así
levantó su mirada al cielo, muy lentamente, como exigiendo que éste le
explicara lo inexplicable. Llovía tanto. Tanto. Arreciaba, más que nunca. Jamás
se había sentido tan mojada.
Tenía
lluvia en el corazón, siempre he tenido lluvia en el corazón, pensó, al
reiniciar cansinamente su marcha.
--Fin--
--Fin--