La grisácea niebla
nunca llega a levantarse
en invierno.
Hay días en que es mejor así.
El aire está tan frío
que muerde placenteramente
las mejillas arreboladas,
y las calles desiertas
se congelan en una blanquecina
calma.
Los pasos suenan huecos
y profundos
en las aceras vacías.
Golpes rítmicos,
como latidos,
que van meciendo
el alma abotagada.
Se oyen ecos de voces
y pensamientos
como en lontananza.
No importa.
Ahora no te alcanzan.
Aparece entonces el verde cerro,
los verdes parques,
la maleza verde
donde los ojos reposan
del exceso de blancura,
de la tranquila monotonía
de los grises,
y los pechos se hinchan
hasta doler
con tal de absorber
esa frescura vivificante
de la olvidada natura.
Las miradas entonces colmadas
se detienen como si se engancharan
en las ocasionales hojas amarillas,
chispazos de luz,
remanentes del otoño
que recién acaba.
Con el corazón repleto
de los colores del invierno,
grises y blancos,
verdes y amarillos,
pones rumbo a casa
entre las filigranas
que dibuja tu vaho
mientras cruzas,
en sosiego,
la bruma misteriosa
sobre el río.
Despiertas poco a poco
De tu paseo letárgico.
Las manos, rojas.
Los labios, descoloridos.
Hace frío.
La vida te requiere.
Es Nochebuena un año más.