Calle de Roma - Imagen de mi Propiedad |
Odio San Valentín.
Eso es lo único
que pienso mientras paso como una exhalación por una pastelería en cuyo
escaparate se exhiben cajas rojas llenas de bombones con forma de corazón,
rodeadas con guirnaldas de tonos rosados y dorados, y sobrevoladas por un
querubín de chocolate que, a pesar de su dulce recubrimiento, observa a los
viandantes con malicia, apuntándolos con su arco en miniatura. Lo empalagoso de
todo el conjunto casi me hace bufar. Casi. Como si me importaran estas
tonterías. Además, tengo prisa.
Aprieto el paso,
mientras el viento me golpea con fuerza en la cara y revuelve mi pelo
salvajemente. Se me meten motas de polvo, o polutas de contaminación, o vete tú
a saber qué, en el ojo, pero mientras me lo restriego con violencia, no dejo de
caminar. Con la mirada empañada, no veo venir a la pareja que sale de una
bocacalle a mi derecha, e irremediablemente, chocamos y caigo al duro empedrado
de la acera. Suelto una exclamación, más de sorpresa que de dolor, y se me
escapa un juramento en voz baja.
—¡Lo siento!
¡Perdona! ¿Estás bien? —se disculpa, aturullado, el chico rubio de abrigo azul.
Parece aterido de frío. No será mucho mayor que yo.
—¡Lo siento! No
te habíamos visto —dice la joven de melena larga y gafas de sol (¿De sol? ¿Con
estas nubes?). Me tiende la mano y me ayuda a levantarme.
—No ha sido nada
—replico yo, deseosa de continuar mi camino—. Estoy bien —les aseguro, pues,
por alguna razón que se me escapa, intercambian una mirada, no muy convencidos—.
¡Adiós! —les espeto, al tiempo que reanudo mi marcha.
Veo por el
rabillo del ojo que se encojen de hombros y, para mi gran vergüenza, echan a
andar en mi misma dirección. Yo hundo la barbilla en la bufanda y procuro mirar
hacia otro lado cuando me adelantan con paso rápido. Antes no me había fijado,
pero van cogidos de la mano, y se hablan con inusitada alegría. Tal vez esté loca,
pero juraría que sus miradas resplandecen con un brillo sutil y especial que se
extiende a cada objeto sobre el que posan sus ojos, pero sobre todo, y más que
en ninguna otra cosa, reluce cálidamente en ellos. Un pensamiento cruza mi
mente, raudo e inevitable como el rayo. Es
hermoso. Pero, a la vez, es una mirada cómplice e íntima, que hace que me
sienta inmediatamente muy sola. Aparto rápidamente la vista de sus rostros,
incómoda, y me percato de la bolsa que cuelga de la mano izquierda de él. Es de
color dorado, y en su centro se aprecia un corazón carmesí atravesado por una
flecha. Resoplo. Cómo no. Tenía que darle a su novia un regalo de San Valentín.
Claro.
Camino,
enfurruñada, aunque ralentizo un poco mi ritmo sin darme cuenta. Los miro desde
lejos, ceñuda. Es que no entiendo cómo puede haber gente que se trague esa
estupidez de San Valentín tan alegremente. Es sólo marketing, consumismo puro y
duro. Nada más. Desvío la mirada hacia los luminosos escaparates de las
tiendas, todos llenos de corazones y angelitos rubicundos colocados
estratégicamente junto a carteles de —supuestos— descuentos por tratarse de
esta fecha. Los miro desdeñosamente. Es todo tan falso, tan hueco que me dan
ganas de vomitar. Me meto la manos en los bolsillos, cada vez más enojada,
mientras dejo atrás tiendas y tiendas de brillantes y llamativas vitrinas:
joyas, bombones, pasteles, perfumes, flores, prendas de vestir… El caso es
vender, vender y vender. Vender en nombre del amor. Me pone enferma. Siento que
tiemblo de ira dentro del abrigo. ¿Cómo no se les cae la cara de vergüenza?
¿Cómo pueden usar el amor como excusa para vender más? ¿Cómo hemos caído tan
bajo? Me invade la furia, y tengo una necesidad imperiosa de romper algo, de
gritar, de pegar a alguien. Lo que sea. ¿Cómo se atreven a utilizar una de las
emociones más puras y más nobles, la que nos hace más humanos, para incitar al
consumismo desalmado? ¿Cuándo nos hemos vuelto tan sucios, tan rastreros? ¿Tan
inhumanos? Y encima, gracias a días como éste, el amor se está banalizando,
convirtiéndose en algo superficial, en un despojo de emoción envuelto en papel
de regalo dorado. Me rechinan los dientes. Es algo que me supera.
Ya no soy
consciente de las calles que he dejado atrás. ¿Por qué han de encarcelar al
amor en un solo día, además?, me pregunto, con la mirada fija en el cielo oscuro.
El amor no se demuestra en un solo día, como un collar valioso que sólo se
viste en ocasiones especiales para que los demás lo admiren, y que se guarda
olvidado en un cajón el resto del año. No, en absoluto. El amor no es así, me
digo a mí misma. El amor es algo que se vive día a día, hora a hora, minuto a
minuto. Siempre. No es algo de lo que te puedas desprender cuando te apetezca,
como tampoco te lo puedes poner cuando quieras. Una vez sientes el amor, éste
estará contigo siempre. O casi.
De pronto, me
acuerdo de la mirada cómplice que intercambió la pareja con la que choqué
antes, y mi interior se ablanda. Un poquito. Veamos, no es que esté totalmente
en contra de esta festividad. Estaría mintiendo si dijese eso. En realidad, entiendo
que se quiera celebrar una exaltación del amor. Eso puedo comprenderlo. Como ya
he dicho antes, no es eso lo que me molesta. El amor es hermoso. Sin embargo, el amor es una emoción libre,
considero, al observar las hojas secas que el viento zarandea en pequeños
remolinos cuando cruzo una pequeña y solitaria plaza. Y si el amor es libre,
¿por qué he de celebrarlo cuando alguien quiso que se celebrara? ¿No puedo
celebrarlo yo cuando quiera, todo el tiempo que quiera, con quien quiera? ¿A mi
manera?
Sin darme cuenta,
me he metido en uno de los callejones que atraviesan el centro de la ciudad,
con los muros llenos de pintadas y carteles de espectáculos alternativos. Los
observo de soslayo, aún embargada por el enfado, y no puedo evitar poner los
ojos en blanco cuando leo un póster que promociona una fiesta anti San Valentín
esta misma noche.
—Idiotas—
mascullo por lo bajo. Es que ya es el colmo. Como si no tuvieran suficiente con
la majadería de San Valentín, van y crean una fiesta en su contra. Bravo. ¿No
se dan cuenta de que lo único que consiguen con estos eventos es darle aún más bombo
a esta fecha? Crear esta moda es otra forma de marketing para alentar al
consumo. Salgo del callejón, hastiada de todo, y dejo que mis pasos me lleven
donde quieran. Asciendo poco a poco hacia la Plaza Mayor, pero sigo pensando en
los carteles, y me acuerdo de repente de algo que suele decir mi abuela, algo
que se deberían aplicar todos los que están en contra de San Valentín: No hay
mayor desprecio que no hacer aprecio. Asiento para mis adentros. Ah, sabiduría
de abuela. Nunca falla.
El frío empieza a
calar en mi interior, pero sigo caminando pausada, sosegadamente. No sé cuánto
tiempo llevo andando, pero tampoco me importa. El viento helado me corta las
mejillas, y reflexiono sobre el hecho de que al día del amor se le haya llamado
San Valentín en honor a ese santo de dudosa existencia que fue ejecutado por
negarse a renunciar al cristianismo y no dejar de casar a parejas después de
que fuera prohibido. Muy romántico y loable, no lo niego. Sin embargo, no sé
por qué, pienso en todas las parejas infelices que pudo haber casado. En todas
esas personas unidas en contra de su voluntad que no tuvieron más remedio que
soportar su indeseado destino. Sé que probablemente la mayoría sí que anhelaran
casarse con toda su alma (¿por qué, si no, iban a recurrir a un cura renegado,
fuera de la ley?), pero, irremediablemente, todos los derroteros de mis
pensamientos me llevan una y otra vez a esas parejas desgraciadas, que, a lo largo de los siglos, han sido forzadas a
compartir una vida juntas, siendo miserables, terriblemente miserables. En
nombre del amor. Me parece triste.
Entonces descubro
dos figuras sentadas muy juntas en un banco e iluminadas por la luz anaranjada
de una farola. Una está apoyando la cabeza en el hombro de la otra, y se
abrazan mutuamente. Me llegan unas pocas palabras, suaves y tiernas, dichas
entre susurros. Paso junto a las dos chicas, conmovida. Sí, me reafirmo en mis
ideas, el amor es libre, el amor no tiene que ver con fechas… ni con sexos, ni
con razas, ni con edades, ni con clases sociales, ni con distancias. No. El
amor es libre, pienso y, de alguna manera, me siento mejor.
Suspiro,
meditabunda, y dejo que mis pies me guíen a través de la silenciosa ciudad, con
parsimonia. Estoy cansada. Quiero llegar ya.
Camino ajena a lo
que me rodea, con la mente en mil cosas y en ninguna, revoloteando en mi
pequeño mundo interior, y de ahí mi sorpresa mayúscula cuando me encuentro con
que alguien ha puesto una delicada rosa en mis manos. Miro a mi alrededor,
desconcertada, y veo al tendero de una floristería por la que acabo de pasar,
que me mira con ojos amables y me sonríe afablemente. Asiente con la cabeza.
—Por San Valentín
—me dice, y las arrugas de sus ojos se hacen más profundas cuando me vuelve a
sonreír con simpatía. Luego, entra de nuevo en la tienda, sin esperar una reacción
por mi parte.
Me detengo.
Contemplo la flor, perpleja. Parpadeo. Algo se aligera en mi pecho.
Es
hermosa.
Echo a andar de
nuevo, aunque ya no recuerdo el lugar al que me dirigía. Llevo la frágil rosa con
cuidado contra mi pecho, como si fuera un preciado tesoro, y la protejo para
que no se la lleve el viento. Entonces, una repentina ráfaga me trae la melodía
de un acordeón distante, y escucho, sin querer. Es una balada romántica, sin
duda.
Parece ser que el
universo entero se ha aliado en mi contra para que no pueda vivir este día
tranquilamente como cualquier otro, como un día normal y corriente. Como lo que
es. Esbozo una mueca resignada. Continúo caminando lentamente, con la rosa
junto al corazón.
Odio San
Valentín.
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