El Adalid de las Brumas
El manto de
blancura enturbiada
se extiende
sobre páramos yermos
y montes
petrificados en vigilancia.
Cubre la
niebla el mundo
y responde a
la súplica del ocaso incierto,
envolviéndolo
suavemente en su sombra pálida.
Se alzan las
brumas desde arroyos y lagunas,
derramándose
cual vaporoso sudario de alabastro,
vertiendo a
su paso dolorosas emociones lánguidas
y mansas mareas
albas de silencios opacos.
No hay
sonido humano que penetre la niebla,
ni oscuridad
perniciosa que emponzoñe su hálito.
No hay
tribunales del odio que condenen la niebla,
ni cárceles quiméricas
que detengan su avance helado.
No.
Todo es paz
entre la bruma.
Todo es
blanco.
No recuerdo
entre sus gélidos brazos
ni alientos
conspicuos descarriados,
ni amores
nunca transitados,
ni siquiera
los lamentos de aquéllos
que,
solitarios, viajaron en vano.
No.
Todo es paz
entre la bruma.
Todo es
blanco.
Por eso, yo
he de luchar por esa niebla
que
emborrona la distancia
y nos
muestra un mundo acuarelado.
Por eso, yo
he de defender esa niebla
en la que se
ocultan lo imposible
y la
tristeza del erial amortajado.
Conviérteme en
el Adalid de las Brumas,
su leal
paladín, fiel amante, y heraldo
de su nívea
suspensión de preguntas.
Conviérteme
en el Adalid de las Brumas.
La oscuridad
del Laberinto de los Monstruos
arredra el
corazón acristalado de invierno
yacente en
mí, criatura atrapada entre la penumbra
y el alarido
brutal que nos corrompe por dentro.
Así pues,
suelta mi mano
y húndeme en
la bruma.
Húndeme en
la bruma.
Sólo tu mano
me separa
de la
invisibilidad y de la nada.
No me
retengas más.
Sólo tu
mano…
Quiero
descender y ahogarme en la marea blanca.
Quiero no
ser en esta oscuridad de bestias caducas.
Suelta tu
mano,
y me
convertiré
en el Adalid
de las Brumas...
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