Por Todas Esas Luciérnagas
El hombre que jamás
alza la vista para observar la luna
y tu sonrisa en
la esquina de mis mentiras
me mantienen apresada
a esta silla desvencijada y podrida.
Me hipnotizan
todas esas esperanzas carcomidas.
Siempre las adoré
tanto, ¿verdad? ¡Qué oscuras
y lamentables
debían de parecerte mis plegarias a escondidas!
Ah, siempre nos
esforzamos por tallar el mundo
para que se
adaptase a nuestros ideales.
Lija que te lija,
lija que te lija.
Y al final, ¿qué
obtuvimos?
Astillas y polvo
amontonados hasta las rodillas
y llagas y sudor
sanguinolento para regar todo el desastre.
No fue una gran
satisfacción. Yo nunca lo pensé.
Yo tan sólo
anhelaba ser como una de esas hojas arrancadas del cuaderno de un [poeta
infatuado,
llenas de palabras
despreciadas, y arrastradas libremente a merced del viento,
calle tras calle,
tejado tras tejado,
sin tratar de
moldear un mundo demasiado fuerte como para verse alterado por [las manos
de un tirano.
A veces, cuando
no había nadie en casa,
abría las
ventanas de par en par -¡en pleno diciembre!-
y dejaba que la
brisa contaminada de la ciudad
desatara mis
cabellos suavemente, con calma, con deleite,
y estiraba el
cuello porque me faltaba el aire de repente,
pero los
edificios eran como una fila perfecta de dientes de acero y ladrillo
que engullían
-¡devoraban!- luctuosamente el cielo malherido y enfermo.
Yo me sentía
ahogar y morir en su sufrimiento,
así que cerraba
los batientes de golpe,
apoyaba la frente
en el gélido cristal,
y, uno por uno,
iba fracturando y reventando,
cucarachas
inmundas según tus palabras,
todos los sueños
caleidoscópicos, vivaces,
que me impedían
ser lo que tú deseabas.
Dolió tanto al
principio que creo que mi corazón colapsó,
al igual que esas
gaviotas que, al volar sobre el mar,
caen de improviso
fulminadas sobre las olas. Sólo que yo no era una gaviota.
Sin embargo, con
el tiempo, como con todo, coges práctica en esto de
matar tus
esperanzas.
Vivir anestesiada
como tú, como todos,
era tan fácil. Ya
nadie más lloraba.
¿Qué más daba
que, con cada portazo,
las grietas de tu
habitación se ensancharan?
¿A quién le
importaban las lágrimas
caídas en la mesa
que frotaba inconscientemente con mis muñecas?
¿A quién le
importaban las miradas huecas
de todos aquellos
niños distorsionados y raquíticos?
¿A quién le
importaban las balas que alcanzaron su objetivo
aniquilando más
vidas de las que jamás imaginaría el asesino?
¿A quién podría
haber importado
que el abismo
entre una rosa y un martillo
fuese el
desencadenante de miles de suicidios?
Ah, la
impotencia. La práctica impotencia
acudía rauda a
aliviar nuestros ojos, rojos y entumecidos,
y a velar
nuestros oídos, de tímpanos perforados,
para que no nos
moviéramos del sitio.
Tú eras el velo
que sedaba mis sentidos,
y yo lo sabía, lo
he sabido siempre.
Pensaba que podía
permitírmelo.
Por eso te
observaba y te seguía,
cual apático
perrillo faldero,
con una sed
rutinaria de tu savia.
Tú tratabas de
hacer que obviara
lo que ni todas
las falacias del mundo podrían ocultar:
No somos más que
termitas, termitas del plástico.
Termitas de este
mundo artificial que nos hemos creado.
Llevamos tanto
tiempo viviendo en este cielo inventado
que nos hemos
olvidado de que pertenecemos a la tierra,
hundidos hasta la
garganta en el fango.
Y, cuando hayamos
arrasado con todo, ¿qué haremos?
Dime, ¿qué
haremos?
¿Buscar otros
planetas y exprimirlos hasta drenarlos, hasta que perezcan?
Somos una plaga.
Termitas del plástico.
Cada mañana me
levanto con esa verdad abofeteándome la cara.
¿Y qué hago? Entonces
acudía a ti.
Cuando te
sentabas a la mesa del día anterior
y desayunabas
entre los restos de la cena,
cogías las migas
duras del pan (que ya no quedaba)
y las
desmenuzabas entre tus dedos.
Sin prestarles
atención, era un juego para ti.
¿Qué significaba?
¿Y a quién le importaba?
A mí se me
atenazaba el pecho y quería ladrarte con rabia perruna,
echar espumarajos
por la boca y alejarme de la adormidera de tus farsas.
Pero ya estaba
aletargada, así que te miraba,
sonreía y te
mentía como venganza.
No me importaba
que no me creyeras,
no lo entenderías
ni aunque te lo explicara.
Por eso sonreías
con afectación cuando vacilaba.
Por eso yo me
encogía y apretaba los puños en la cama.
Entonces, como si
una inesperada ráfaga de viento lo hubiese hecho caer de un [cedro
decrépito,
el hombre que
jamás alza la vista para observar la luna apareció ante mí, belleza [extraña, extraordinaria.
Juntos escuchamos
esa melodía agresiva,
entreverada con
un lamento conocido, que aúlla y aúlla como un lobo triste, muy triste,
agonizando.
Al escucharla,
nuestros latidos batían al unísono,
los sonidos
lentos, pesados y graves
de los que han
perdido demasiado como para ilusionarse por nada.
Así y todo, algo
se nos removía muy adentro
y, estremecidos
hasta lo más hondo,
asíamos nuestras
manos tímidamente
y engarzábamos
las miradas.
Podíamos pasar
eternidades así,
dos témpanos de
hielo inmóviles e invisibles,
alimentando
fuegos que nunca quemaban.
Por debajo de las
pestañas escarchadas,
los ojos se
encontraban perdidos,
repudiados de sus
constelaciones,
como luceros en
el exilio,
y sin motivos
para continuar en la galaxia.
"Me gusta la
inocencia cándida de los adultos,"
me dijo un día,
sin más. "Y desconfío de la inocencia atolondrada de los niños."
Elegí al hombre
que jamás alza la vista para observar la luna
porque no tenía
que trotar para seguir su marcha,
ni tampoco
necesitaba detenerme para que me alcanzara.
Nuestros ritmos
se acompasaban a la perfección,
con los pasos
arrastrados de aquellos que no pueden hacerle frente a su carga.
No lo
entenderías,
pero incluso en
la comprensión del absoluto fracaso de nuestras vidas,
alumbramos
retazos pequeños e insignificantes de futuro,
ínfimos en este
universo descomunal que todo lo estalla.
Éramos conscientes
de nuestra imprudencia, claro,
pero, aunque no
fueran más que nimios disparates
originados por
mentes desesperanzadas y hastiadas,
para nosotros
eran como luciérnagas, luciérnagas insufladas de vida, brillantes, [fantásticas,
que nos elevaban
por encima de nuestras penurias diarias.
No eran como las
estrellas refulgentes y cálidas que guían a otras personas,
pero con nuestras
pequeñas luciérnagas nos bastaba.
Un día, descubrí
que él ponía la misma mirada que yo,
de ponzoña y
ultraje, de derrota anticipada,
al contemplar el
humo de esta ciudad que nos devora el alma.
Qué tristes
éramos -somos-,
dos sombras
apaleadas por la vida,
moribundas hasta
la médula, estancadas.
No obstante, nos
atrevimos a tener sueños
mientras esperábamos
la nieve que purificase
toda esta
podredumbre infecciosa,
que nos limpiase
de esta pesada oscuridad, que nos asfixia y nos lastra.
Mas sólo
obtuvimos una débil llovizna helada,
que no fue
suficiente para otorgarnos el golpe de gracia.
Así es que por
ello estoy aquí,
clavada a esta
silla aberrante y odiada,
porque tú lo
quisiste así,
y porque al fin
descubrí el secreto del hombre que jamás alza la vista para
[observar la luna.
[observar la luna.
Pues, ¿por qué
gastar las pocas energías que le quedan
si puede contemplarla
en los diminutos charcos que forma la lluvia?
Él me enseñó que
los pequeños milagros como este
son los que
lustran de magia el mundo, si eres de mirada oportuna.
Estoy aquí por
él,
por ti,
y por todas esas
luciérnagas que se esfuerzan por romper el vuelo en pleno [invierno.
Quiero verlas
volar en la oscuridad.
Al menos una vez,
sí, y después, si es que existe un después,
la noche dirá...
No hay comentarios:
Publicar un comentario