El mal de septiembre
Ya está aquí.
Me atenaza el pecho
con su avalancha de vacilaciones
y de dudas.
Septiembre se apodera de mí
cual sinuoso veneno
que emponzoña la fuente
de toda resolución.
Septiembre me vuelve débil,
hace flaquear mis tenues anhelos
y tambalearse toda certeza futura.
¿Será que lo presienten mis huesos?
Hay cicatrices que nunca se borran
y pieles más propensas a guardar improntas.
Incluso olvidado el dolor de la herida,
el mal corrompe la sangre sana
y la torna impura.
Comienza septiembre.
Vuelves a casa de madrugada.
Te sientas pesadamente sobre el colchón.
Enciendes mecánicamente la lámpara.
No tienes mente para atender
las ignorantes voces que te reclaman.
Te escuecen los ojos.
El aliento surge a medio fuelle.
Se te van a reventar los globos
oculares de ganas reprimidas
y expectativas apenas vislumbradas.
¿Es esto todo?
¿Siempre será esto todo?
Sabes que estás enferma
y que no es cierto todo lo que piensas,
pero te sientes hundirte sin remedio
en el agujero de oscuridad opresiva
que una vez fue tu morada de espadas.
Por vez primera, temes quedarte quieta
y que la sombra de la depresión te alcance.
Te aterra volver a caer en su cruel pozo
de gélida negrura insalvable.
¿Podría volver a salir de allí?
Septiembre me oprime el pecho
con sus garras de otoño y desaliento.
Y yo me exprimo el corazón
desesperada por destilar hasta la última gota
de luz que pueda iluminar todo este dolor.
Me obligo a salir, a conversar y a reír
por todo y por nada.
A concebir planes a marchas forzadas,
a que mis ojos irradien una chispa histérica,
a tratar por todos los medios
de que prenda la mecha.
A hacer caso omiso
del helor
que me va carcomiendo
la determinación
y las agallas.
Septiembre es cruel
y hace lo imposible por extinguirte,
cual insistente aguacero sobre las ascuas.
Es tan extenuante la batalla...
Por conservar el sol del verano,
por mantener la fe en el mañana,
por alimentar de risas francas
tu esencia de inocencias
e ilusiones infatuadas.
Me escuecen los ojos.
El mal de septiembre
aletarga el canto de mis latidos,
amordazando toda esperanza.
Me escuecen los ojos
y tengo el alma cansada.
Lo único que puedo hacer es
matar la vida que pugna
por estallarme de ganas la mirada
y dejar que mis pupilas vaguen vacías,
enfermas y opacas.
Es el mal de septiembre,
y no hay forma posible de escapar
a su cruel arrebato de desesperanza.
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