lunes, 17 de febrero de 2014

Los Ojos Verdes - Leyenda de Bécquer

Gustavo Adolfo Béquer

Como bien sabréis muchos de vosotros, un día como hoy de 1836, nacía en Sevilla el genial escritor español Gustavo Adolfo Bécquer. Y como me considero una gran admiradora de su obra, no podía dejar pasar esta oportunidad para recordarle, compartiendo con vosotros una de sus famosas "Leyendas". He escogido ésta en concreto, porque verdaderamente me hechiza. ¿Y a vosotros?




Los Ojos Verdes

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.
I
—Herido va el ciervo..., herido va... no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Alamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
—¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! —gritó Iñigo entonces—. Estaba de Dios que había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
—¿Qué haces? —exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos—. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
—Señor —murmuró Iñigo entre dientes—, es imposible pasar de este punto.
—¡Imposible! ¿Y por qué?
—Porque esa trocha —prosiguió el montero— conduce a la fuente de los Alamos: la fuente de los Alamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res, habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.
—¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.
El montero exclamó al fin:
—Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.
II
—Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Alamos, en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en valde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
—Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?
—¡Una mujer! —exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
—Sí —dijo el joven—, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.
El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos... Este, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:
—Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Alamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces, con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, Para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.
Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.
Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos...
—¡Verdes! —exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en su asiento.
Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
—¿La conoces?
—¡Oh, no! —dijo el montero—. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.
—¡Por lo que más amo! —murmuró el joven con una triste sonrisa.
—Sí —prosiguió el anciano—; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.
—¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:
—¡Cúmplase la voluntad del Cielo!
III
—¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.
—¡No me respondes! —exclamó Fernando al ver burlada su esperanza—. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
—O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:
—Si lo fueses.:, te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.
—Fernando —dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música—, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca.
La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
—¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven.
La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven, ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso...
Fernando dio un paso hacía ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

sábado, 15 de febrero de 2014

La Rosa

Calle de Roma - Imagen de mi Propiedad
La Rosa

Odio San Valentín.
Eso es lo único que pienso mientras paso como una exhalación por una pastelería en cuyo escaparate se exhiben cajas rojas llenas de bombones con forma de corazón, rodeadas con guirnaldas de tonos rosados y dorados, y sobrevoladas por un querubín de chocolate que, a pesar de su dulce recubrimiento, observa a los viandantes con malicia, apuntándolos con su arco en miniatura. Lo empalagoso de todo el conjunto casi me hace bufar. Casi. Como si me importaran estas tonterías. Además, tengo prisa.
Aprieto el paso, mientras el viento me golpea con fuerza en la cara y revuelve mi pelo salvajemente. Se me meten motas de polvo, o polutas de contaminación, o vete tú a saber qué, en el ojo, pero mientras me lo restriego con violencia, no dejo de caminar. Con la mirada empañada, no veo venir a la pareja que sale de una bocacalle a mi derecha, e irremediablemente, chocamos y caigo al duro empedrado de la acera. Suelto una exclamación, más de sorpresa que de dolor, y se me escapa un juramento en voz baja.
—¡Lo siento! ¡Perdona! ¿Estás bien? —se disculpa, aturullado, el chico rubio de abrigo azul. Parece aterido de frío. No será mucho mayor que yo.
—¡Lo siento! No te habíamos visto —dice la joven de melena larga y gafas de sol (¿De sol? ¿Con estas nubes?). Me tiende la mano y me ayuda a levantarme.
—No ha sido nada —replico yo, deseosa de continuar mi camino—. Estoy bien —les aseguro, pues, por alguna razón que se me escapa, intercambian una mirada, no muy convencidos—. ¡Adiós! —les espeto, al tiempo que reanudo mi marcha.
Veo por el rabillo del ojo que se encojen de hombros y, para mi gran vergüenza, echan a andar en mi misma dirección. Yo hundo la barbilla en la bufanda y procuro mirar hacia otro lado cuando me adelantan con paso rápido. Antes no me había fijado, pero van cogidos de la mano, y se hablan con inusitada alegría. Tal vez esté loca, pero juraría que sus miradas resplandecen con un brillo sutil y especial que se extiende a cada objeto sobre el que posan sus ojos, pero sobre todo, y más que en ninguna otra cosa, reluce cálidamente en ellos. Un pensamiento cruza mi mente, raudo e inevitable como el rayo. Es hermoso. Pero, a la vez, es una mirada cómplice e íntima, que hace que me sienta inmediatamente muy sola. Aparto rápidamente la vista de sus rostros, incómoda, y me percato de la bolsa que cuelga de la mano izquierda de él. Es de color dorado, y en su centro se aprecia un corazón carmesí atravesado por una flecha. Resoplo. Cómo no. Tenía que darle a su novia un regalo de San Valentín. Claro.
Camino, enfurruñada, aunque ralentizo un poco mi ritmo sin darme cuenta. Los miro desde lejos, ceñuda. Es que no entiendo cómo puede haber gente que se trague esa estupidez de San Valentín tan alegremente. Es sólo marketing, consumismo puro y duro. Nada más. Desvío la mirada hacia los luminosos escaparates de las tiendas, todos llenos de corazones y angelitos rubicundos colocados estratégicamente junto a carteles de —supuestos— descuentos por tratarse de esta fecha. Los miro desdeñosamente. Es todo tan falso, tan hueco que me dan ganas de vomitar. Me meto la manos en los bolsillos, cada vez más enojada, mientras dejo atrás tiendas y tiendas de brillantes y llamativas vitrinas: joyas, bombones, pasteles, perfumes, flores, prendas de vestir… El caso es vender, vender y vender. Vender en nombre del amor. Me pone enferma. Siento que tiemblo de ira dentro del abrigo. ¿Cómo no se les cae la cara de vergüenza? ¿Cómo pueden usar el amor como excusa para vender más? ¿Cómo hemos caído tan bajo? Me invade la furia, y tengo una necesidad imperiosa de romper algo, de gritar, de pegar a alguien. Lo que sea. ¿Cómo se atreven a utilizar una de las emociones más puras y más nobles, la que nos hace más humanos, para incitar al consumismo desalmado? ¿Cuándo nos hemos vuelto tan sucios, tan rastreros? ¿Tan inhumanos? Y encima, gracias a días como éste, el amor se está banalizando, convirtiéndose en algo superficial, en un despojo de emoción envuelto en papel de regalo dorado. Me rechinan los dientes. Es algo que me supera.
Ya no soy consciente de las calles que he dejado atrás. ¿Por qué han de encarcelar al amor en un solo día, además?, me pregunto, con la mirada fija en el cielo oscuro. El amor no se demuestra en un solo día, como un collar valioso que sólo se viste en ocasiones especiales para que los demás lo admiren, y que se guarda olvidado en un cajón el resto del año. No, en absoluto. El amor no es así, me digo a mí misma. El amor es algo que se vive día a día, hora a hora, minuto a minuto. Siempre. No es algo de lo que te puedas desprender cuando te apetezca, como tampoco te lo puedes poner cuando quieras. Una vez sientes el amor, éste estará contigo siempre. O casi.
De pronto, me acuerdo de la mirada cómplice que intercambió la pareja con la que choqué antes, y mi interior se ablanda. Un poquito. Veamos, no es que esté totalmente en contra de esta festividad. Estaría mintiendo si dijese eso. En realidad, entiendo que se quiera celebrar una exaltación del amor. Eso puedo comprenderlo. Como ya he dicho antes, no es eso lo que me molesta. El amor es hermoso. Sin embargo, el amor es una emoción libre, considero, al observar las hojas secas que el viento zarandea en pequeños remolinos cuando cruzo una pequeña y solitaria plaza. Y si el amor es libre, ¿por qué he de celebrarlo cuando alguien quiso que se celebrara? ¿No puedo celebrarlo yo cuando quiera, todo el tiempo que quiera, con quien quiera? ¿A mi manera?
Sin darme cuenta, me he metido en uno de los callejones que atraviesan el centro de la ciudad, con los muros llenos de pintadas y carteles de espectáculos alternativos. Los observo de soslayo, aún embargada por el enfado, y no puedo evitar poner los ojos en blanco cuando leo un póster que promociona una fiesta anti San Valentín esta misma noche.
—Idiotas— mascullo por lo bajo. Es que ya es el colmo. Como si no tuvieran suficiente con la majadería de San Valentín, van y crean una fiesta en su contra. Bravo. ¿No se dan cuenta de que lo único que consiguen con estos eventos es darle aún más bombo a esta fecha? Crear esta moda es otra forma de marketing para alentar al consumo. Salgo del callejón, hastiada de todo, y dejo que mis pasos me lleven donde quieran. Asciendo poco a poco hacia la Plaza Mayor, pero sigo pensando en los carteles, y me acuerdo de repente de algo que suele decir mi abuela, algo que se deberían aplicar todos los que están en contra de San Valentín: No hay mayor desprecio que no hacer aprecio. Asiento para mis adentros. Ah, sabiduría de abuela. Nunca falla.
El frío empieza a calar en mi interior, pero sigo caminando pausada, sosegadamente. No sé cuánto tiempo llevo andando, pero tampoco me importa. El viento helado me corta las mejillas, y reflexiono sobre el hecho de que al día del amor se le haya llamado San Valentín en honor a ese santo de dudosa existencia que fue ejecutado por negarse a renunciar al cristianismo y no dejar de casar a parejas después de que fuera prohibido. Muy romántico y loable, no lo niego. Sin embargo, no sé por qué, pienso en todas las parejas infelices que pudo haber casado. En todas esas personas unidas en contra de su voluntad que no tuvieron más remedio que soportar su indeseado destino. Sé que probablemente la mayoría sí que anhelaran casarse con toda su alma (¿por qué, si no, iban a recurrir a un cura renegado, fuera de la ley?), pero, irremediablemente, todos los derroteros de mis pensamientos me llevan una y otra vez a esas parejas desgraciadas, que, a  lo largo de los siglos, han sido forzadas a compartir una vida juntas, siendo miserables, terriblemente miserables. En nombre del amor. Me parece triste.
Entonces descubro dos figuras sentadas muy juntas en un banco e iluminadas por la luz anaranjada de una farola. Una está apoyando la cabeza en el hombro de la otra, y se abrazan mutuamente. Me llegan unas pocas palabras, suaves y tiernas, dichas entre susurros. Paso junto a las dos chicas, conmovida. Sí, me reafirmo en mis ideas, el amor es libre, el amor no tiene que ver con fechas… ni con sexos, ni con razas, ni con edades, ni con clases sociales, ni con distancias. No. El amor es libre, pienso y, de alguna manera, me siento mejor.
Suspiro, meditabunda, y dejo que mis pies me guíen a través de la silenciosa ciudad, con parsimonia. Estoy cansada. Quiero llegar ya.
Camino ajena a lo que me rodea, con la mente en mil cosas y en ninguna, revoloteando en mi pequeño mundo interior, y de ahí mi sorpresa mayúscula cuando me encuentro con que alguien ha puesto una delicada rosa en mis manos. Miro a mi alrededor, desconcertada, y veo al tendero de una floristería por la que acabo de pasar, que me mira con ojos amables y me sonríe afablemente. Asiente con la cabeza.
—Por San Valentín —me dice, y las arrugas de sus ojos se hacen más profundas cuando me vuelve a sonreír con simpatía. Luego, entra de nuevo en la tienda, sin esperar una reacción por mi parte.
Me detengo. Contemplo la flor, perpleja. Parpadeo. Algo se aligera en mi pecho.
 Es hermosa.
Echo a andar de nuevo, aunque ya no recuerdo el lugar al que me dirigía. Llevo la frágil rosa con cuidado contra mi pecho, como si fuera un preciado tesoro, y la protejo para que no se la lleve el viento. Entonces, una repentina ráfaga me trae la melodía de un acordeón distante, y escucho, sin querer. Es una balada romántica, sin duda.
Parece ser que el universo entero se ha aliado en mi contra para que no pueda vivir este día tranquilamente como cualquier otro, como un día normal y corriente. Como lo que es. Esbozo una mueca resignada. Continúo caminando lentamente, con la rosa junto al corazón.
Odio San Valentín.