sábado, 18 de marzo de 2017

Lluvia en el Corazón


Lluvia en el Corazón

Tenía lluvia en el corazón. Venía arreciando desde hacía mucho tiempo. Todas esas gotas acumuladas, ensordecedoras. Un rugido de aguas turbulentas en sus oídos. Como de cosas muertas y pesadas, tal vez recuerdos  punzantes y añorados, tal vez sentimientos perseguidos y nunca alcanzados. Tal vez, pedazos perdidos de sí misma, dejados resbalar, desplomándose pesadamente en la crecida. Plop. Plop. Se hundían, se hundía en sí misma. Se ahogaban, eternamente ahogada, en toda esa lluvia fría y grisácea. Caminaba, y dejaba rastros de agua, siempre, dondequiera que fuera, llevaba consigo huellas de lluvia filtrada y el patético chapaleo del aguacero que le llovía desde el alma. Se movía con el cuerpo abotagado, lento, abarrotado de agua, tropezando constantemente y mirando hacia su propio interior, pues era incapaz de ver nada a través de todo ese torrente de gotas pertinaces y pesadas. Inundada por dentro, jamás fue capaz de ver el resplandor del Sol que brillaba en el cielo. Tan sólo deseaba que toda esa lluvia se transformase en océano, y que éste arrastrase el peso muerto de su cuerpo hasta la ansiada arena de alguna playa secreta y sosegada. Y que las olas la expulsasen de su seno, y ella diese con sus húmedos huesos en la sequedad reconfortante de la costa oreada.

Un día, se cruzó con el gato de pelaje negro y mirada de tuerto, y éste le contó su historia. El gato vivía en una hermosa casa con grandes ventanas, rodeada por un jardín exuberante y florido. Sus dueños nunca le permitían pisar el exterior, por lo que solía pasarse el día mirando desde el interior de la silenciosa casa, a través de los ventanales, hacia el verdor primoroso del jardín, hacia el límpido cielo añil, hacia las avecillas que revoloteaban juguetonas entre las ramas del cerezo. Un día, un gorrión vino a posarse al otro lado del alféizar y lo miró con su cabecilla inquieta. Entonces, el gato se dijo con desconocido anhelo: "Vaya, así que hay vida ahí fuera". Se observó brevemente las zarpas suaves y bellas, incongruentes e inutilizadas. Y bostezó, hastiado, y el gorrión huyó asustado. Se estiró con desgana frente a la ventana y se sumió en un profundo sueño. Al fin y al cabo, aunque hubiera vida ahí fuera, el gato de pelaje negro y mirada de tuerto no sabía cómo alcanzarla. 

Es por eso que, cuando aquella muchacha colmada de lluvia cruzó frente a su ventana, le contó su historia, y le rogó que abriera la ventana. Sin embargo, ella no podía escuchar nada a través del rugido de toda su lluvia, y apenas si era capaz de ver nada. Así y todo, al palpar la ventana, sintió el impulso imperioso de abrirla y dejar que toda su lluvia se colara en aquel reducto injustamente seco y en calma. Así pues, rompió los cristales a pedradas, y el gato de pelaje negro y mirada de tuerto escapó cautelosamente al exterior, respirando el aroma del viento impetuoso que le alborotaba el pelaje y le llenaba los ojos de arena, polvo y hojarasca. Se estremeció de frío. Se estremeció de miedo. Se estremeció de soledad. Mirando por el rabillo del ojo su cálido y apacible refugio, se despidió de él con un leve maullido, y siguió a la joven inundada de lluvia. El gato había descubierto a través de todas aquellas gotas un universo entero de refulgentes astros y galaxias, opacado y apocado bajo aquel aguacero incesante de agua que corroía a la muchacha. El gato de pelaje negro y mirada de tuerto fue capaz de ver su insurrecto anhelo de libertad, y quiso seguirla y liberarla.

Sin embargo, ella no veía nada. No oía nada, y, ahogada en su lluvia perenne, jamás se percató de aquel gato negro y tuerto que seguía sus huellas y lamía el agua que de ella se filtraba. La joven caminaba y caminaba sin hallar lo que buscaba. Y, con la mirada emborronada y los oídos anegados en agua, proseguía su avance sin destinos ni paradas. 

Hasta que mucho tiempo después, sin motivo aparente, detuvo el penoso avance de sus pisadas abotagadas. Giró su rostro y miró a su espalda. Sus iris desvaídos se desvivían por percibir a través de toda aquella lluvia, se desesperaban por ver tras aquel telón aguado que empañaba sus ojos pardos, por ver algo, una pequeña sombra oscura, quizás, que seguía todos sus pasos. Mas no la encontró. Ella no lo sabía, pero, tiempo atrás, el cuerpo exánime del gato de pelaje negro y mirada de tuerto había dado su último estertor, ahogado al tratar de lamer toda aquella lluvia perniciosa que de ella se filtraba. Ella no lo sabía, no sabía nada, pero aun así levantó su mirada al cielo, muy lentamente, como exigiendo que éste le explicara lo inexplicable. Llovía tanto. Tanto. Arreciaba, más que nunca. Jamás se había sentido tan mojada. 

Tenía lluvia en el corazón, siempre he tenido lluvia en el corazón, pensó, al reiniciar cansinamente su marcha.

--Fin--