domingo, 25 de enero de 2015

Por Todas Esas Luciérnagas


Por Todas Esas Luciérnagas

El hombre que jamás alza la vista para observar la luna
y tu sonrisa en la esquina de mis mentiras
me mantienen apresada a esta silla desvencijada y podrida.

Me hipnotizan todas esas esperanzas carcomidas.
Siempre las adoré tanto, ¿verdad? ¡Qué oscuras
y lamentables debían de parecerte mis plegarias a escondidas!

Ah, siempre nos esforzamos por tallar el mundo
para que se adaptase a nuestros ideales.
Lija que te lija, lija que te lija.
Y al final, ¿qué obtuvimos?
Astillas y polvo amontonados hasta las rodillas
y llagas y sudor sanguinolento para regar todo el desastre.
No fue una gran satisfacción. Yo nunca lo pensé.

Yo tan sólo anhelaba ser como una de esas hojas arrancadas del cuaderno de un                                                                                    [poeta infatuado,
llenas de palabras despreciadas, y arrastradas libremente a merced del viento,
calle tras calle, tejado tras tejado,
sin tratar de moldear un mundo demasiado fuerte como para verse alterado por                                                                        [las manos de un tirano.

A veces, cuando no había nadie en casa,
abría las ventanas de par en par -¡en pleno diciembre!-
y dejaba que la brisa contaminada de la ciudad
desatara mis cabellos suavemente, con calma, con deleite,
y estiraba el cuello porque me faltaba el aire de repente,
pero los edificios eran como una fila perfecta de dientes de acero y ladrillo
que engullían -¡devoraban!- luctuosamente el cielo malherido y enfermo.
Yo me sentía ahogar y morir en su sufrimiento,
así que cerraba los batientes de golpe,
apoyaba la frente en el gélido cristal,
y, uno por uno, iba fracturando y reventando,
cucarachas inmundas según tus palabras,
todos los sueños caleidoscópicos, vivaces,
que me impedían ser lo que tú deseabas.

Dolió tanto al principio que creo que mi corazón colapsó,
al igual que esas gaviotas que, al volar sobre el mar,
caen de improviso fulminadas sobre las olas. Sólo que yo no era una gaviota.
Sin embargo, con el tiempo, como con todo, coges práctica en esto de
matar tus esperanzas.
Vivir anestesiada como tú, como todos,
era tan fácil. Ya nadie más lloraba.
¿Qué más daba que, con cada portazo,
las grietas de tu habitación se ensancharan?
¿A quién le importaban las lágrimas
caídas en la mesa que frotaba inconscientemente con mis muñecas?
¿A quién le importaban las miradas huecas
de todos aquellos niños distorsionados y raquíticos?
¿A quién le importaban las balas que alcanzaron su objetivo
aniquilando más vidas de las que jamás imaginaría el asesino?
¿A quién podría haber importado
que el abismo entre una rosa y un martillo
fuese el desencadenante de miles de suicidios?

Ah, la impotencia. La práctica impotencia
acudía rauda a aliviar nuestros ojos, rojos y entumecidos,
y a velar nuestros oídos, de tímpanos perforados,
para que no nos moviéramos del sitio.

Tú eras el velo que sedaba mis sentidos,
y yo lo sabía, lo he sabido siempre.
Pensaba que podía permitírmelo.
Por eso te observaba y te seguía,
cual apático perrillo faldero,
con una sed rutinaria de tu savia.

Tú tratabas de hacer que obviara
lo que ni todas las falacias del mundo podrían ocultar:
No somos más que termitas, termitas del plástico.
Termitas de este mundo artificial que nos hemos creado.
Llevamos tanto tiempo viviendo en este cielo inventado
que nos hemos olvidado de que pertenecemos a la tierra,
hundidos hasta la garganta en el fango.
Y, cuando hayamos arrasado con todo, ¿qué haremos?
Dime, ¿qué haremos?
¿Buscar otros planetas y exprimirlos hasta drenarlos, hasta que perezcan?
Somos una plaga. Termitas del plástico.
Cada mañana me levanto con esa verdad abofeteándome la cara.
¿Y qué hago? Entonces acudía a ti.

Cuando te sentabas a la mesa del día anterior
y desayunabas entre los restos de la cena,
cogías las migas duras del pan (que ya no quedaba)
y las desmenuzabas entre tus dedos.
Sin prestarles atención, era un juego para ti.
¿Qué significaba? ¿Y a quién le importaba?
A mí se me atenazaba el pecho y quería ladrarte con rabia perruna,
echar espumarajos por la boca y alejarme de la adormidera de tus farsas.
Pero ya estaba aletargada, así que te miraba,
sonreía y te mentía como venganza.
No me importaba que no me creyeras,
no lo entenderías ni aunque te lo explicara.
Por eso sonreías con afectación cuando vacilaba.
Por eso yo me encogía y apretaba los puños en la cama.

Entonces, como si una inesperada ráfaga de viento lo hubiese hecho caer de un                                                                                  [cedro decrépito,
el hombre que jamás alza la vista para observar la luna apareció ante mí, belleza                                                                           [extraña, extraordinaria.
Juntos escuchamos esa melodía agresiva,
entreverada con un lamento conocido, que aúlla y aúlla como un lobo triste, muy triste, agonizando.
Al escucharla, nuestros latidos batían al unísono,
los sonidos lentos, pesados y graves
de los que han perdido demasiado como para ilusionarse por nada.
Así y todo, algo se nos removía muy adentro
y, estremecidos hasta lo más hondo,
asíamos nuestras manos tímidamente
y engarzábamos las miradas.
Podíamos pasar eternidades así,
dos témpanos de hielo inmóviles e invisibles,
alimentando fuegos que nunca quemaban.

Por debajo de las pestañas escarchadas,
los ojos se encontraban perdidos,
repudiados de sus constelaciones,
como luceros en el exilio,
y sin motivos para continuar en la galaxia.

"Me gusta la inocencia cándida de los adultos,"
me dijo un día, sin más. "Y desconfío de la inocencia atolondrada de los niños."

Elegí al hombre que jamás alza la vista para observar la luna
porque no tenía que trotar para seguir su marcha,
ni tampoco necesitaba detenerme para que me alcanzara.
Nuestros ritmos se acompasaban a la perfección,
con los pasos arrastrados de aquellos que no pueden hacerle frente a su carga.

No lo entenderías,
pero incluso en la comprensión del absoluto fracaso de nuestras vidas,
alumbramos retazos pequeños e insignificantes de futuro,
ínfimos en este universo descomunal que todo lo estalla.
Éramos conscientes de nuestra imprudencia, claro,
pero, aunque no fueran más que nimios disparates
originados por mentes desesperanzadas y hastiadas,
para nosotros eran como luciérnagas, luciérnagas insufladas de vida, brillantes,                                                                                       [fantásticas,
que nos elevaban por encima de nuestras penurias diarias.
No eran como las estrellas refulgentes y cálidas que guían a otras personas,
pero con nuestras pequeñas luciérnagas nos bastaba.

Un día, descubrí que él ponía la misma mirada que yo,
de ponzoña y ultraje, de derrota anticipada,
al contemplar el humo de esta ciudad que nos devora el alma.

Qué tristes éramos -somos-,
dos sombras apaleadas por la vida,
moribundas hasta la médula, estancadas.
No obstante, nos atrevimos a tener sueños
mientras esperábamos la nieve que purificase
toda esta podredumbre infecciosa,
que nos limpiase de esta pesada oscuridad, que nos asfixia y nos lastra.
Mas sólo obtuvimos una débil llovizna helada,
que no fue suficiente para otorgarnos el golpe de gracia.

Así es que por ello estoy aquí,
clavada a esta silla aberrante y odiada,
porque tú lo quisiste así,
y porque al fin descubrí el secreto del hombre que jamás alza la vista para  
                                                                          [observar la luna.
Pues, ¿por qué gastar las pocas energías que le quedan
si puede contemplarla en los diminutos charcos que forma la lluvia?
Él me enseñó que los pequeños milagros como este
son los que lustran de magia el mundo, si eres de mirada oportuna.

Estoy aquí por él,
por ti,
y por todas esas luciérnagas que se esfuerzan por romper el vuelo en pleno                                                                                       [invierno.
Quiero verlas volar en la oscuridad.
Al menos una vez, sí, y después, si es que existe un después,
la noche dirá...

 

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