miércoles, 25 de julio de 2018

Nunca llueve


Nunca llueve
Tenía la sonrisa en la palma de la mano,
esperando,
cual tallo de amapola
ofrecido abiertamente
al mundo,
para que acercaras las yemas
de los dedos,
sin reservas,
y la tocaras
como las salpicaduras del arroyo
reciben cantarinas el reflejo del sol,
e iniciaras así algo.

Mas en tu mano no había sonrisa
ni amapola.
Sólo un páramo infinito,
vastísimo
salar cruzado por interminables grietas,
sin agua,
sin hambre.
 Sin motivo.

Y aun así…
La fosforescencia perlina de tu piel
obnubiló mis ojos hastiados
de la gelidez del gentío,
llevándolos impasible
lejos de la calidez soñada
entre la blancura hechizante
de tu bruma.

Y la sonrisa se enmustió.
Y la palma se cerró de pena.
Y se clavaron los dedos tan hondo,
tan hondo,
que perforaron el blando corazón,
necia fuente de la fútil entrega.

Nunca llueve tan despacio
como cuando se espera.
Redobles de canícula
que se intuyen en lontananza
y que nunca llegan
a escucharse en la serenidad
descontrolada que pugna
por ser aullada (y dolida)
en su falta reverenciada.

Nunca llueve tan deprisa
como cuando el anhelo
se pone en pie amortajado
y las pestañas se deshojan
en desbandada,
sólo para que el deseo muera de pie,
y las piernas fallen,
y se cante un réquiem ilusorio,
y las rodillas se astillen contra el suelo,
y los marfileños dientes desvistan el lustre de los tiernos labios,
y las lágrimas contenidas se empantanen en cobijos secretos.

Sólo tenías que alargar la mano,
alargar la mano y tomar la sonrisa
ofrecida al mundo.
Al despiadado mundo.
¿Por qué no tomaste la amapola?
¿Por qué tus pupilas vacuas
resbalaron inertes
por el tallo marchito,
por los translúcidos pétalos arrugados,
 por los estambres umbríos?
¿Por qué se estamparon inermes
en el hielo que perpetúas con tus pisadas?

¿Por qué será que
nunca llueve cuando
la sed nos devora el alma?


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